jueves, 25 de junio de 2009

Fin del proyecto. Conclusiones.

Habiendo sometido a la gente al flash sorpresivo, a la presión del lente que los observa, a volverlos el centro de atención del entorno, tratándolos como objetos; generando dudas, hipótesis y suposiciones en los transeúntes y aquellos que no fueron tomados para el experimento. Dejando clara evidencia de la falta de violencia o rechazo ante la toma fotográfica sin explicación, la aceptación (a veces parcial), las risas y la presunta vergüenza nos llevan a comprobar la naturalización de la cámara entre nosotros. La ausencia casi absoluta de preguntas o personas que nos increpen son muestra de la cultura y culto de exposición que nos rodea.

Podríamos suponer que los resultados obtenidos son pruebas de la confianza extrema que nos une como ciudadanos, que lo que en realidad podría tomarse por una pasividad o un tímido escape del foco es en realidad una muestra de buena fe, un suponer al otro incapaz de tramar algo con respecto a la fotografía tomada. O quizás sumado a esa creencia podríamos entrever un halo de egocentrismo, un creer que estamos sirviendo para un propósito aunque desconozcamos cuál. ¿Es eso en verdad lo que llevaba a las personas a dejarse acosar fotográficamente? ¿Es sencillamente que tenemos cara de buena gente? Difícil de creer.

Entre foto y foto escuchábamos a quienes pasaban por nuestro lado susurrar posibles razones/explicaciones para nuestra actitud. Desde la mas básica afirmación de una futura subida a la red (conjetura no del todo errada) hasta la más delirante presunción sobre la calidad de famoso de quien se encontraba del otro lado del lente. Pero la realidad demuestra que si no hubiéramos insistido hasta el cansancio colocando la cámara frente al rostro de nuestros sujetos-objetos no hubiésemos recibido ni la menor pregunta. Eramos tres personas, eramos invisibles, eramos solo flashes y cámaras.

¿De donde viene semejante sumisión ante un aparato tan útil como superfluo?

Hablamos de cultura posmoderna, de medios masivos de comunicación, de la proliferación de la imagen. Con todo ese bagaje salimos a probarnos equivocadas, a demostrar que todavía hay un aura en la fotografía, que todavía somos conscientes de ser dueños de nuestra imagen, de nosotros mismos. Buscamos enojo y recibimos risas cómplices y preguntas tímidas.

Lasch emparentó la cultura posmoderna con el mito de Narciso, y lo hizo antes de que surgieran las redes sociales, la fotografía digital y los floggers. Estamos en camino a una absorción y naturalización completa de la mediatización de nuestras vidas; presenciamos el devenir de la fotografía como instrumento de la espectacularización de nosotros como sujeto-objeto. Dándole la razón a Larsch, vivimos para nosotros mismos, no para los predecesores ni para quienes vendrán. Vivir por y para el hoy, reduciendo personas solo a imágenes de sujetos.

La fotografía ha perdido el aura ritual que la vinculaba a la intimidad, al ámbito privado. Dejó de ser un objeto a guardar, testigo de un pasado, para volverse un material de intercambio, de posicionamiento y otorgador de una existencia por fuera de uno mismo. De manera casi contractual se establece la relación "yo te miro para que me mires" entre las personas, que buscan estar expuestos, mostrarse al mundo a vivir en anonimato. Vivimos la realidad en término de representaciones, en palabras del fotógrafo Arnold Newman "La fotografía, como sabemos, no es algo verdadero. Es una ilusión de la realidad con la cual creamos nuestro propio mundo privado"

Parece ser que ante tanta hipervisualidad y consumo de imágenes son ellas las que nos consumen y ocupan nuestro hacer en el mundo.





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